TERRA
- Política
02
de octubre de 2014 • 08:29
JOSÉ
WOLDENBERG
México
Para
la UNAM, la autonomía le dio capacidad para definir por sí misma el rumbo de la
institución garantizando la libertad de cátedra e investigación, sin relevar al
Estado de la obligación de subsidiar a la educación superior.
En septiembre de 2014, la UNAM celebró 85 años de autonomía. Foto: Terra. |
La
famosa autonomía
Fui
invitando a la celebración de los 85 años de la autonomía de la UNAM. Se trató
de una mesa redonda interesante en el marco de un evento que duró tres días. Lo
que sin embargo no me explico es el aura magnífica de la que goza aquella Ley
Orgánica de 1929. Se trata de un auténtico puercoespín, algo muy lejano de lo
que hoy entendemos por autonomía.
Aquella
Ley mostraba de manera ostensible que el gobierno no sabía qué hacer con la
Universidad. Autónoma, lo que se dice autónoma, no la quería del todo y por
ello la Ley establecía que el presidente de la República propondría una terna
al Consejo Universitario de la que éste debía elegir al rector. El mismo
Presidente podía designar, "con cargo a su presupuesto", profesores
extraordinarios y conferenciantes, tenía la posibilidad de vetar diversas
resoluciones del Consejo Universitario y la Secretaría de Educación designaba
un delegado ante el Consejo Universitario "con voz informativa
únicamente". Era un divorcio en el cual papá gobierno seguía manteniendo
facultades para intervenir en los asuntos de la Universidad.
Lo
anterior, desde una visión gradualista, podría verse incluso como pasos en la
dirección correcta. No obstante, la propia Ley, en sus considerandos establecía
que: "no obstante las relaciones que con el Estado ha de conservar la
Universidad, ésta en su carácter de autónoma tendrá que ir convirtiéndose a medida
que el tiempo pase, en una institución privada...", y más adelante
sentenciaba "que aunque lo deseable es que... llegue a contar en el futuro
con fondos enteramente suyos que la hagan del todo independiente desde el punto
de vista económico, por lo pronto... tendrá que recibir un subsidio del
gobierno federal...". Ese desprendimiento futuro de las obligaciones del
gobierno se consideraba justo porque "la rehabilitación de las clases
trabajadoras en México... obligan al Gobierno de la República a atender en primer
término a la educación del pueblo en su nivel básico, dejando la
responsabilidad de la enseñanza superior... a los mismos interesados... La
instrucción universitaria profesional debe ser costeada por los educandos
mismos". (Eugenio Hurtado Márquez. La Universidad Autónoma 1929-1944.
UNAM. 1976).
Solo
cuatro años y tres meses después, esa Ley fue sustituida por otra, más radical
en cuanto a la ruptura de los compromisos estatales con la Universidad. Ésta
perdía su carácter de nacional y la llamada Ley Bassols dejaba en el Consejo
Universitario la facultad de nombrar al rector, se fijaba con claridad su
patrimonio y erradicaba la injerencia del gobierno en los asuntos de la casa de
estudios, pero establecía que "cubiertos los diez millones de pesos (que
el gobierno le entregaría a la UNAM)... la Universidad no recibirá más ayuda
económica del gobierno federal". Esa disposición, le permitió a un senador
(Aguayo) decir durante el debate: "Hoy tenemos la Universidad...
desvinculada completamente del gobierno, desconectada del Estado". "Hoy
se le da un patrimonio, una cantidad, una suma determinada para que la maneje y
viva. Pero ya nada más una cantidad, ya no una cosa permanente, perpetua, que
tenga el carácter de subsidio...". Eso suponía una auténtica privatización
de la institución. Podría hacer lo que quisiera pero se tendría que rascar con
sus propias uñas.
La
situación de permanente convulsión en que vivió la Universidad a partir de
entonces demandó no sólo la redefinición de las relaciones entre el gobierno y
la UNAM sino un nuevo diseño del gobierno universitario. Eso sucedió con la Ley
Orgánica presentada por el rector Alfonso Caso en 1944. Vigente desde entonces
mucho se puede decir de ella, pero en lo sustantivo logró que la autonomía se
entendiera como gobierno propio sin obstrucciones gubernamentales y como
capacidad para definir por sí misma el rumbo de la institución garantizando la
libertad de cátedra e investigación, sin relevar al Estado de la obligación de
subsidiar a la educación superior. Esos dos rasgos sustantivos -repito:
capacidad de autogobierno, a partir de una Ley Orgánica aprobada por el
Congreso y obligaciones estatales para hacerla viable- se extendieron a la
mayoría de las universidades públicas del país, y entiendo que son pilares que
(casi) nadie pretende remover. Se trata de un arreglo institucional funcional y
conveniente.
Si
queremos festejos, entonces la que los merece es la Ley Orgánica de 1944,
publicada en enero de 45. Van a cumplirse 70 años. Y si en el Poli anda
reptando el gusanito, sirvan estas notas como recordatorio.
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